Por: Germán Morales 

El conflicto del senador José Narro en contra de la minera Newmont Goldcorp por la actividad en la mina Peñasquito es un asunto que en las últimas semanas ha subido de tono.

Esta situación se debe a la ausencia del gobierno, tanto estatal como federal y al frágil Estado de Derecho que prevalece en nuestro país. En este escenario, políticos como Narro y sus allegados aprovechan la pobreza y el desconocimiento de sus derechos por parte  de los ejidatarios y de la gente del campo para presentarse como defensores del interés comunitario, sin embargo, la participación de estos intermediarios en las negociaciones con la empresa  conllevan un alto precio para las personas que dicen defender, porque al establecer comunicación con la minera, estos actores buscan beneficios particulares y portan una agenda oculta que no necesariamente coincide con las demandas de las comunidades afectadas.

No solamente en este caso, sino a lo largo y ancho del territorio nacional las empresas mineras han cometido una gran cantidad de abusos en las localidades donde se encuentran yacimientos mineros.  Se puede señalar, de acuerdo a investigaciones realizadas por periodistas, académicos y organizaciones de la sociedad civil, que estas empresas cometen atropellos a los derechos humanos, no son agentes de activación de las economías locales como presumen afirmar, persiste la pobreza y la marginación en esos territorios, despojan a la gente de sus tierras, contaminan el medio ambiente y  los recursos naturales como agua, aire y suelo.

El gobierno y las empresas afirman que la minería en México se desarrolla de manera intensiva por la cantidad de empleos que genera  y el desarrollo local que supuestamente propicia a las comunidades. Sin embargo, en 2017 la extracción de oro y plata representó solamente el 0.9% del PIB de acuerdo a datos difundidos por Fundar México. Según información difundida por este centro de investigación,  de las 24,709 concesiones mineras, 63% pertenece a empresas canadienses. Las empresas dedicadas a estas actividades solo contribuyen con 0.35% de los ingresos del gobierno federal, es decir, pagan muy pocos impuestos. Otro dato que llama la atención es que 54% de los municipios con actividad minera en México están en condiciones serias de pobreza.

En Zacatecas, el municipio de Mazapil (con una actividad minera considerable)  tiene 65% de su población situación de precariedad. La ley minera considera a esta industria como de utilidad pública, lo que significa que tiene preferencia sobre la agricultura y cualquier otra actividad productiva.

Este escenario muestra una omisión muy grande por parte del Gobierno Federal y del Estatal.  Muchas veces cuando los agentes gubernamentales intervienen es para respaldar las acciones de las  compañías mineras porque se escudan con una interpretación a modo de  la ley, beneficiando a éstas sin pudor alguno. El dinero manda. Estas empresas cabildean  por debajo de la mesa con legisladores,  funcionarios del estado y la federación,  o bien, con intermediarios, ofreciéndoles dinero, regalos o beneficios particulares con el objetivo de que las cosas se queden como están.

En este conflicto, tanto las mineras como el senador Narro, actualmente con aspiraciones en la arena política estatal, pugnan por intereses que poco tiene que ver con las exigencias de la población. Del senador se sabe que sus reuniones con la gente de Peñasquito no son recientes y que últimamente aumentaron las tensiones no solamente por los bloqueos o las airadas protestas de los ejidatarios. Quizá ya no hubo arreglo entre los canadienses y el político. Mientras tanto, el gobierno y los legisladores contemplan el conflicto como simples espectadores. La corrupción y la impunidad campean en estos dos frentes mientras que la población de las localidades y los recursos naturales quedan a merced de los intereses de las mineras  y de los intermediarios.