Por: Lucía Medina Suárez del Real

Grandes tesis de psicología social podrían hacerse en estos días de paradojas en la vida pública del país. La más interesante de ellas es la de ver decepcionados de López Obrador a los que nunca simpatizaron con él; verlos exigiendo que cumpla las promesas de campaña con las que nunca coincidieron.

Es el resultado del autoengaño. Les decepciona el López Obrador que imaginaron, el que nos llevaría a la dictadura socialista, el que nos convertiría en Venezuela, el que expropiaría no sólo las minas y las industrias, sino hasta las casas de quien tuviera dos.

Pensaban también que así lo imaginaban sus simpatizantes. Los suponían ansiosos de convertirse en Cuba, y pasaron por alto que su electorado toleró y asimiló la incorporación a Morena de Alfonso Romo, Esteban Moctezuma, Gabriela Cuevas, Manuel Espino, Germán Martínez y muchos más de ese perfil.

Los que imaginaron que habría furia porque no bajara la gasolina en el primer fin de semana de su mandato, olvidaron que los votantes de López Obrador son los que intentaron frenar la reforma energética porque sabían que con ello se dejaba en manos de las feroces leyes del mercado los precios de las gasolinas, obligando a tener que subir la oferta (refinando más gasolina) para poder revertir lo que ellos mismos tanto advirtieron que pasaría.

Por eso, para quien lo escucha en plazas públicas desde hace más de 10 años, nada nuevo hubo en su discurso en la toma de posesión el sábado pasado. No sorprendió su condena al neoliberalismo, ni su pesimista diagnóstico del país.

López Obrador es de los que cree que la mejor forma de esconder algo es dejarlo a la vista. Por eso no sorprende que diga que no habrá persecución, ni solicitud de investigaciones a blancos específicos, porque también se le escucha cuando advierte que deja a las autoridades competentes las investigaciones correspondientes.

Se le sabe hombre de símbolos sí, pero no de imagen. Nada lo explica mejor que las críticas feministas por no incluir mujeres en la imagen institucional, mientras que promueve el gabinete más paritario de la historia, y haya designado a una mujer en la Secretaría de Gobernación, la misma, por cierto, que impulsa uno de los derechos de la mujer más polémicos, el del aborto.

Esa confusión entre el árbol y el bosque, entre la imagen y el símbolo, les hace confundir la reconciliación y la polarización.

A quienes hoy se asumen opositores, les preocupa ser llamados “fifís” y “conservadores”, o que se les responda desde la presidencia a las críticas.

No saben quizá, que cuando los papeles estaban inversos del estado actual no había siquiera eso porque simplemente a los opositores no se les veía ni oía. Desde el poder no se hablaba de ellos, pero el día de la toma de posesión de Peña Nieto Kuy Kendall cayó en coma producto del disparo de un policía federal; en el sexenio de Vicente Fox, 2 personas murieron y una treintena de mujeres fueron abusadas sexualmente en Atenco; en los tiempos de Salinas de Gortari, en la conformación del entonces partido de izquierda, el PRD, medio millar de militantes fueron asesinados.

Nada supieron de la polarización de entonces, y probablemente tampoco estén comprendiendo los signos de la reconciliación manifiesta en los diferentes actos del sábado pasado.

La denuncia de las consecuencias que dejó el neoliberalismo, de la desigualdad social, la apertura de los Pinos al público en general, la inclusión de los pueblos indígenas en la fiesta colectiva, recibir el bastón de mando de una mujer indígena que se ha enfrenado a grupos mineros y corporativos, los viajes del presidente en línea comercial, las rodillas al piso de un presidente frente a un indígena, asumir como principio de gobierno que por el bien de todos “primero los pobres”, y como población preferente a indígenas y afromexicanos son los verdaderos signos de la reconciliación, pero ésta no consiste –como algunos quisieran- en aceptar con resignación el estado actual de las cosas, sino en darle al que se le debe.

Es una reconciliación en los hechos, no en el discurso; en la justicia social, no en la aceptación resignada de que tocaba morir pobre si se había nacido pobre.

La gente parece entenderlo, y si tienen dudas, les basta ver el rasgado de vestiduras de los privilegiados de antaño para sentirse en el rumbo correcto.