Por: Heraclio Castillo Velázquez

Hace un tiempo escuché por casualidad la canción “La autoayuda no me ayuda”, de La Ogra, donde cuestiona de forma humorística esa aparente exigencia social de “ser feliz” (cualquier cosa que eso signifique). Se remite a muchas prácticas cotidianas, especialmente en esta era digital, que van desde compartir mensajes optimistas como cadenitas de WhatsApp hasta publicaciones que atiborran plataformas como Facebook y Twitter.

Pensé en abordar el tema porque últimamente me he topado numerosas publicaciones en las redes sociales en torno al rostro de la depresión: retratos familiares donde en apariencia todos muestran una sonrisa, aunque la imagen es acompañada por mensajes que muestran qué tan efímera puede ser la estabilidad mental y emocional.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya ha pronosticado que la depresión será la principal causa de discapacidad en México y la segunda en el mundo para el 2020 (o sea, en menos de dos años). Y, como decía La Ogra, tampoco creo que la autoayuda ayude a revertir este problema.

Esa exigencia social del “ser feliz”, potencializada por las plataformas digitales, quizá ha motivado un crecimiento del 31% en el número de casos de depresión en México en el último lustro. Actualmente, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), se estima que hay al menos 10 millones de mexicanos que sufren de depresión (un 8.4% de la población total del país), aunque la cifra podría dispararse si se consideran otros factores que inciden en este padecimiento.

¿Por qué afecta más a las personas entre los 14 y 35 años de edad?, ¿por qué ya hay casos de menores de 10 años con esta enfermedad?, ¿qué tan grave puede llegar a ser este trastorno al ser considerado la primera causa mundial de suicidio?, ¿de qué manera influimos en nuestro entorno inmediato para que esta enfermedad tenga nuevas estadísticas que incluyan a nuestros conocidos, amigos y familiares?

Se ha dicho que el dolor hace más “humanas” a las personas, pero al mundo le causa conflicto el dolor ajeno. ¿Hasta qué punto podríamos afirmar que existe empatía con aquellos que sufren este tipo de trastornos? Son ellos quienes libran una batalla interna contra sí mismos, a menudo difícil de entender y mucho más complicada de asimilar. ¿Un mensaje optimista con imagen de Piolín ayudará en algo a disminuir su padecimiento?

No soy especialista (para estos casos ya hay profesionales de la psicología y la psiquiatría y otros más que dicen trabajar desde la antipsiquiatría), pero personalmente considero que el contacto humano, la sola presencia, tal vez ayude a esas personas a sobrellevar dicha carga. Hacerles ver que está bien no sentirse bien, pero no abonar a su sufrimiento con mensajes alentadores que quizá solo motiven un mayor grado de malestar.

Trabajo, problemas familiares, dificultades económicas o académicas probablemente sean factores que contribuyan a desarrollar un cuadro de depresión. Parecen la constante, aunque descartamos otros elementos clave si los vemos desde las humanidades: ¿qué hay de su voluntad de vivir y de su voluntad de existir?, ¿en realidad se encuentran en un entorno que les facilite las herramientas para encontrar un “por qué” a su existencia?

No siento que “ser exitoso”, como pregonan los conferencistas de hoy en día, sea determinante para la felicidad (insisto, cualquier cosa que eso signifique). Finalmente, lo material va y viene, se trata de un estímulo efímero para una satisfacción inmediata. Y bombardear a quienes sufren depresión con este discurso sobre el éxito tampoco creo que abone a su bienestar. Aprendamos a generar esa empatía con quienes viven en depresión. Quizá nuestra sola presencia, más allá de las palabras, represente mayor confort que un mensaje de autoayuda.