Por: Víctor Manuel Medina Cervantes

En días pasados apareció una nota periodística dando cuenta del homenaje post mortem que se rindió al doctor Sergio Fernández en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México. Me sorprendió muchísimo que sólo hubiera mujeres ponentes en el acto dedicado a uno de los escritores más lúcidos y deslumbrantes que ha dado la Literatura Nacional, al menos en mi opinión. Y me pregunté con cierto desasosiego dónde quedaba la equidad de género que tanto impulsan la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y la Secretaría de Cultura federal. ¿O acaso debemos entender que equidad de género significa que sólo haya presencia de mujeres en las mesas, las reuniones, los consejos y los paros? Y no quiero ni imaginarme la furia de algunas personas si sólo se hubieran convocado hombres para el homenaje.

 

No recuerdo exactamente dónde y cuándo vi por primera vez al doctor Sergio Fernández y Cárdenas. Sería quizá en alguna cena en compañía de José Luis Ibáñez y Margarita Luna, sus amigos cercanísimos. O tal vez en cierta reunión de teatreros, encabezados ellos por el inefable Néstor López Aldeco, en aquel tiempo mi maestro de Historia del Teatro Griego en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y quien, por cierto, se encargó de poner en escena un par de adaptaciones de la obra de Sergio Fernández. O quizá nos encontramos en la casa de la doctora Eugenia Revueltas y su marido el también doctor Abelardo Villegas, a la sazón director de la misma Facultad. O quizá vi por primera vez al doctor Fernández -Sergio: como él me permitía amablemente que lo llamara- en alguna conferencia o en uno de sus brillantes seminarios de literatura de Siglo de Oro. O quizá en una cena en el “Petit Cluny” en San Ángel -restaurante ya desaparecido y donde Sergio conoció a más de algún hermoso doncel, de aquellos especialmente atractivos, que solían llenar de calorcito y donaire el servicio, cercanía y sensualidad que ofrecían a cada una de las pequeñas mesas del bistró. No, no recuerdo con claridad ni cuándo ni cómo ni dónde fue mi encuentro con Sergio, pero ahora tengo la certeza que los tiempos y los espacios se mezclan, disuelven y nuevamente reunidos se vuelven realidad en el acto mismo de narrarse, porque toda aquella historia pareciera formar parte ya de la obra del maestro, todo se ha fraguado, acrisolado en un acontecimiento casi narrativo, casi mitológico, utópico, fruto del ingenio purísimo y completamente literario de Sergio Fernández. Porque Sergio era todo él un ente hecho de literatura, de literaturas y, por tanto, cuanto tocaba o llegaba a mirar se convertía de inmediato en narrativa, en un extenso y bien tramado pre texto para hacer literatura. A estas alturas y ausente ya el maestro, mi maestro Sergio, nuestro primer encuentro parecería más bien una página de sus novelas o de sus notas de recuerdos. Quizá tendría que encontrarme con él, como siempre lo hice, en su novela “En tela de Juicio” o en “Los desfiguros de mi corazón”, no lo sé. Lo que sí puedo afirmar, sin lugar a dudas, es que mi contacto con el doctor fue una revelación y un acto de reconocimiento. Primero conocí a Sergio y luego su creación literaria -si es que esto fuera posible porque el doctor Fernández era, es y será su obra misma-. Aunque, a decir verdad,  desde antes de encontrarlo ya me sabía algunas anécdotas de su persona, como aquella que con singular gusto repetía José Luis Ibáñez, en la que Sergio le comentó a Edmundo O´gorman que los enormes anillos que portaba tenían incrustadas piedras prehispánicas y el malvado y ácido O´gorman le respondió: “Sergio, en rigor en rigor, todas las piedras son prehispánicas”. Y aquella otra anécdota, famosísima en la Facultad, que contaba que algún alumno despistado e ignorantón le preguntó candorosamente al inicio de una de las brillantes cátedras de Sergio: “maestro, cuando “haiga” terminado el curso… “ Y Sergio le contestó ipso facto: “para usted el curso ya terminó”. Todo eso yo lo sabía pero al tener un trato más cercano con Sergio, en aquellas comidas o cenas en su casa hermosamente bautizada “Los empeños”, en un ambiente plagado de pintura, música, buena comida y maravillosa conversación, el doctor me contó, o nos contó a los que compartíamos aquellas reuniones, otras anécdotas más, algunas de las cuales ya estaban presentes en su obra y otras más que lo estarían posteriormente. Por ejemplo su relación peculiar con Pita Amor, quien lo llamaba cariñosamente “Caramelo”; sus encuentros extraordinarios con la filósofa María Zambrano, a quien el doctor mencionó varias veces en sus textos, convirtiéndola por ejemplo en una atinada lectora de Tarot, capaz de asegurarle y advertirle un siniestro encuentro con el Diablo si se le ocurría dejar Roma y empeñarse en ir a la ciudad alemana de Colonia, o describiéndola maravillosamente sensual en su retiro romano, junto a su hermana y a una caterva de gatos, enfrascadas ellas en cuasi orgías lésbicas e incestuosas, rodeadas de la insoportable fetidez del tumulto felino. O cuando recordaba que en México habían existido dos terribles narcisos negros, así los llamaba, narcisos negros: Alfonso Reyes y Octavio Paz. O la ocasión en que Sergio nos narró su peculiar encuentro con María Félix y el intento frustrado de adaptar para el cine la extraordinaria novela “La Regenta” de Alas Clarín -obra fundamental para el maestro Fernández- o su peculiar relación con el filósofo y también profesor suyo Eduardo Nicol, incluyendo la corrección, silencio y sensualidad poco común del maestro; o los encuentros en el restaurante del Hotel Del Prado con Luis Cernuda, el maravilloso poeta y a un tiempo -en opinión de Sergio- el más aburrido de todos los profesores en la historia completa de la Facultad de Filosofía y Letras. 

De entre todo eso, lo que más recuerdo haber disfrutado de Sergio fueron esos momentos de intimidad cuando se sentaba junto a mí en el enorme y confortable sillón de su sala en Villa Verdum, camino al Desierto de los Leones, o en la estancia de su casa de Valle de Bravo -luciendo un caftán blanco pulcrísimo y con su sonrisa siempre pícara, siempre inteligente- y ya sentados muy próximos sacaba lentamente de su cartera una foto en blanco y negro que me mostraba con orgullo impostado mientras decía: “mira… es mi novio” y me permitía ver una deslumbrante imagen del momento más hermoso del hermoso Montgomery Clift. Luego Sergio suspiraba y reía largamente por su travesura mientras volvía codiciosamente a su lugar la foto aquella.

Para mí, el contacto con Sergio y su literatura fue una bocanada de aire fresco y de libertad creativa, sumada a un encuentro con un escritor impecable y riguroso, que manejaba la Lengua Española como en muy pocas ocasiones se tiene oportunidad de constatar. Siempre lamenté que la obra del maestro no fuera más conocida y su lectura más fomentada. Siempre admiraré la inmensidad de su “Segundo sueño”, una de las novelas más grandiosas que he tenido la fortuna de leer y que, según me contaba Sergio, le había costado muchísimo, muchísimo trabajo escribir. Y en esa misma conversación agregó: “porque sabes, Víctor, escribir es una chinga”.

Si he de ser sincero -frase que usan algunos de los personajes de Sergio Fernández- tal vez lo que más me fascina de la obra del doctor Fernández es una sensual y trágica sensación de imposibilidad física y amorosa, una distancia perpetua donde los amantes se miran, se gustan, se huelen, se desean, se relacionan a través de la palabra, de muchas palabras, pero nunca llegan a la plenitud del encuentro radical porque siempre desaparecen, porque su destino es distanciarse, porque -parafraseando una línea de Sergio en su novela lírica “Los Peces”: “ a ellos les gusta sufrir”.

Estar con Sergio era gozar de la erudición de un gran maestro que deslumbra pero nunca abate con su conocimiento e infinitas referencias. Acompañarlo significaba también disfrutar del buen humor y la rapidez de un ser lleno de vitalidad y de ganas de vivir disfrutando de todo y de todos.



… Y recordé todo esto por la nota aquella que daba cuenta del homenaje post mortem que se rindió al doctor Sergio Fernández e imaginé, con un regustillo casi amargo, que habría sido una buena ocurrencia si las organizadoras del evento hubieran agregado una silla en su mesa para permitir una presencia masculina y colocar allí una fotografía de cuerpo entero del novio de Sergio: el hermoso Montgomery Clift. Ahora mismo disfruto muchísimo lo feliz que se hubiera puesto el doctor Fernández y casi alcanzo a escuchar su risa suave, burlona, inteligente, suculenta y contagiosa.

 

Víctor Manuel Medina Cervantes