Por: Lucía Medina Suárez del Real

En el año 2000 Vicente Fox Quezada fue capaz de ser pararrayos del hartazgo mexicano que aunque no simpatizaba con Acción Nacional, estaba cansado de ser gobernado por la “dictadura perfecta” en la que cambiaban los nombres y apellidos de quien se sentaba en la silla, pero permanecían los mismos colores y políticas públicas.
A su promesa de sacar de los Pinos a las tepocatas y a las víboras prietas respondieron millones de mexicanos pese a no pensar de derecha, todo en nombre de lograr una democracia con la que soñábamos todavía en vísperas del siglo XXI.
Fox, de quien no se esperaba más cambio que el democrático, resultó una gran decepción no ya por su ignorancia vergonzante, por las intenciones de tratar su religiosidad como cosa pública, y quizá ni siquiera por los escándalos de corrupción de sus hijastros. Lo que más dolió de su mandato fue el descarado uso del poder a su cargo para socavar a sus opositores.
No reservó pudor alguno para que sus cercanos maniobraran en la elaboración de un video-escándalo contra René Bejarano con la intención de arrastrar en ello a Andrés Manuel López Obrador, y contra la razón fue capaz de empujar el proceso de desafuero contra ese mismo personaje por el grave delito de abrirle la calle a un hospital.
Hoy muchos de quienes encabezaron esos esfuerzos están escandalizados por la andanada que sufre el candidato panista, Ricardo Anaya, a quien desde la Procuraduría General de la República se le acusa de lavado de dinero.
Diego Fernández de Cevallos y Santiago Creel son dos de los panistas que en recientes días han salido a criticar el uso faccioso de las instituciones como la procuraduría contra un opositor.
Sin importar el pesado, nadie podría regatearles que hay verdad en sus crítica y que a todos preocupa -o debería- la amenaza de que se use la justicia como herramienta política.
Pudiera pensarse que esos que hoy reprochan lo que antes hicieron ya se arrepintieron, que han cambiado de parecer con los años, o con la madurez.
No obstante, a su manera se sigue haciendo lo mismo, usar a las instituciones encargadas de procurar la justicia como herramientas políticas. No se hace ya contra López Obrador directamente, sino contra algunos de quienes lo acompañan, pese a que hay una importante diferencia: sus casos ya han sido ganados en lo jurídico. Aún así se les se explota en lo perceptivo.
René Bejarano está condenado a hacer vida política sin aparecer en las boletas debido a una imagen que permanece en la memoria colectiva aunque no hay nada legal que lo incrimine. Exonerado de todo cargo, y habiéndose demostrado que ese dinero que recibió de Carlos Ahumada fue entregado a las campañas como la ley lo permite, vive perseguido por la mala imagen que le generó una trampa urdida por Rosario Robles.
Néstora Salgado, candidata al senado por Morena, fue considerada como perseguida política cuando se le acusó de secuestro, debido a su labor como comandante de la Policía Comunitarialibre y absuelta, aún es materia de guerra sucia en redes sociales.
Lo mismo sucede con Napoleón Gómez Urrutia, a quien se le trata como delincuente en fuga pese a que no hay orden de aprehensión en su contra y a haber ganado once instancias legales en las que el Grupo México lo acusaban de la desviación de 54 millones de pesos.
Los tres casos, ya juzgados y con resultados positivos para los acusados, siguen usándose en la guerra sucia por los mismos que exigen el respeto a la presunción de inocencia para Ricardo Anaya en el caso de lavado de dinero del que se le acusa.
No por ello les falta razón. El derecho a ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario, no puede estar sujeto a mezquindades sobre si el sujeto en cuestión comparte nuestra ideología, pertenece a una clase social en particular, viste de tal o cual manera, o vive en cierto lugar.
Por ello, dar por culpable a quien los tribunales ya dieron por inocente es injusto, y violatorio de esas instituciones que tanto se empeñan a defender.
Pero más que eso, dar por culpable a quien ni siquiera ha sido juzgado y ha tenido la desgracia de morir por una bala de alto calibre es también criminal. Y eso es justamente lo que se ha hecho en estos diez años de la llamada “guerra contra el narco” impulsada por gobiernos en los que han participado estos que hoy exigen el derecho a la presunción de inocencia.
Y sin embargo, siguen teniendo razón.