Por Tere Muñoz
Desde que oficialmente se declaró al COVID-19 como pandemia, mi vida y la del resto del mundo cambió completamente. Desde entonces, millones de mexicanos tuvimos que resguardarnos, pero lo sorprendente es que aún hay mucha gente que no cree que exista este virus que está separando y matando familias completas. Creen que el uso del cubrebocas es por estilo, moda o por imposición y no lo usan porque son incómodos o simplemente porque no les gusta cómo se ven. En cambio para mi es y ha sido un objeto muy valioso, un verdadero escudo protector, porque este simple objeto evitó que mis papás, mi hija, mis herman@s, mi familia y mis amigos no se contagiaran, eso evitó que mucha gente a la que amo contrajera este maldito virus invisible que no respeta edades, sexo, condición social, razas e idiomas.
Yo desconozco qué le pasa a mi país, a nuestra gente, no es aquel México del que todos nos sentimos orgullosos y unidos al escuchar el himno nacional mientras ondeaba esplendorosa nuestra bandera tricolor. No veo la empatía que se requiere en este momento. Va en aumento la cifra de contagiados y fallecidos, reportes de agresiones contra personal médico que diario dan su vida por salvar la de nosotros. Estamos en un país convulsionado que nos solo lucha contra el virus, sino con la ignorancia de muchas personas que no hacen caso que contraen el virus y lo esparcen, sin comprender que en realidad lo que riegan es dolor, desesperación, angustia y tristeza por cada lugar que pasan sin saber el daño que causan a quienes desgraciadamente se topan en el camino.
Yo soy sobreviviente del COVID-19 gracias a los cuidados, al cariño y al amor de mis padres Amador y Anita, de mis hermanos Carlos, Lula, Paco, Vero, Gaby, de mi hija Marianita, de mi cuñada, sobrinos, primos, tíos y de ¡tooooodos! Mi amig@s que hicieron que los 14 días de confinamiento pasaran volando.
-Algunos de ustedes saben que mis papás son personas de 80 años y que mi hija y yo vivimos con ellos. Mi mamá está postrada en cama por falta de una prótesis en la rodilla izquierda y mi papá es activo, pero con enfermedades crónico degenerativas que pudieran mermar su salud. El resto de mi familia, afortunadamente no padecemos ninguna enfermedad ¡Bendito Dios!
Durante estos 5 meses de aislamiento, eso siempre ha sido mi preocupación, estar bien, cuidarme, llevar al pie de la letra todas las medidas de sanidad para estar bien y por la gente que más quiero.
Mi rutina diaria era ordinaria: Me levantaba, me bañaba y me arreglaba para asistir a la Radio (mi centro de trabajo). Desde que salía de casa, en compañía de Vero mi hermana (pieza clave en mi recuperación) salía con mi cubrebocas N95, mi pluma y celular, mis únicas herramientas de trabajo, las que adopté para no andar llevando y trayendo cosas que pudieran contener el virus. Llegaba a mi área de trabajo y lo primero que hacía era tomar el atomizador con gel alcoholado para rociar cada cosa que agarraba y untármelo constantemente en las manos. Se llegaban las 9 y de inmediato me subía a la camioneta de Paquito Elizondo, quien me daba raite al Templo de Santo Domingo. De ahí caminaba directo a mi casa, pidiendo siempre no toparme a nadie en el camino, porque eso ha provocado el Covid, temor de andar por las calles. En la casa hay un tapete sanitizador y a la entrada siempre estaban mis huaraches que me ponía en cuanto abría la puerta.
Entraba directo al baño a lavarme las manos con abundante jabón. Me dirigía a quitarme el cubrebocas y ponerme gel alcoholado. Subía a mi habitación para ponerme ropa cómoda y llevaba a asolear la ropa que ese día había utilizado. No volvía a salir y desde mi casa trabajaba mis notas del día siguiente.
Esa era mi rutina diaria. No supe dónde contraje el virus y nunca imaginé contagiarme de COVID-19, hasta que un día sentí escalofríos, poco dolor de cabeza y carraspera en la garganta, síntomas que no me molestaron tanto, porque así como aparecieron, así se fueron. En ese momento sentí que debía avisarle a mis hermanos y con quienes había convivido para que tomaran sus previsiones
Al día siguiente me puse hacer el desayuno para mis papás y al preparar el cafecito me di cuenta que no percibía olores ni sabores y eso me preocupó más. Decidí hablarle a mi hermano y le comenté mis síntomas por ser médico. De inmediato me pide que vaya a la UNEME COVID hacerme la prueba y su expresión fue: “¡Ya nos llegó! ¡Preparémonos y que Dios nos ayude!”.
Llegué al hospital y me tomaron la temperatura, el termómetro marcó 36.6. Me dijeron que pasara y entré con miedo y angustia por lo que me iban a hacer. Me tomaron la prueba. El médico me cuestiona para llenar el formato y me dice que ese mismo día por la tarde o mañana me entregaría el resultado a través de mi correo electrónico o celular. Me envía con el médico familiar a que me diera medicamento
Salí de ahí con un enorme nudo en la garganta, al saber que había tenido contacto con mis papás y que había dormido con mi hija. Eso me angustiaba, sentimiento que no me abandonó hasta el siguiente martes, ya que esa fue la fecha que les dieron para no presentar ningún signo o síntoma que nos llevara a pensar que estaban contagiados. Es un verdadero estrés, un dolor inexplicable, un sentimiento que no le deseo a nadie, de vedad.
Llegué a la casa y sin poder consolarme en los brazos de mi papá, porque fu al primero que vi, quien me recibió con los ojos llenos de lágrimas y me pregunta: ¿Qué pasó hija? ¿Qué te dijeron? ¿Estás bien, no tienes covid? con sus manos temblorosas por el parkinson se extendieron y me abstuve, algo dentro de mí me hacía sentirme culpable y me reprochaba por haberme contagiado.
Lo miré, lloré igual que él y le dije que debía estar aislada, porque los resultados me los entregarían después y debía encerrarme.
Mariana seguía dormida. Llegué al cuarto, la levanto y le digo que tienen que salirse, que debo estar sola. Agarra unas cuantas cosas y se sale. Ahí empezó mi gran dolor, la separación de mis seres queridos, miles y miles de ideas asaltaron mi mente: voy a morir, ya no volveré a abrazar a mis papás, a mi hija, a mis hermanos, de nadie me despedí
Un dolor muy grande me invadió el cuerpo, no sabía que me esperaba y que les esperaba a ellos.
Lo más doloroso fue cuando deciden llevarse a mis papás de la casa, cuando llegó la camioneta de Anita, mi hermana. Escucho los movimientos que hacen para bajar a mi mamá por las escaleras y al topar mi puerta, su voz suave me habla y yo pegada a la puerta escucho que me dice que le eche ganas, que no me deje vencer y que pronto estaremos nuevamente juntas, me bendijo y tocó a mi puerta en señal de que estaba ahí conmigo.
Escucho el ruido de las escaleras, el que subía era mi papá, sentí su respiración a través de mi puerta y con la voz cortada me dice: “No llore mija, échele ganas, vamos a estar bien y rezando a cada minuto para que pronto salgamos de esto”. Palabras que siempre llevaré tatuadas en mi mente y corazón. Les grite que no se fueran, que los necesitaba, que no me dejaran. Y me dijo: “Ánimo hija, usted es fuerte y Dios esta contigo. La quiero mucho mija, no se deje vencer”.
Momentos que nunca olvidare, son los minutos más tristes en mi vida, lo juro por Dios.
El jueves 23 a las 7:38 de la mañana, el médico que me hizo la prueba, me manda correo y un mensaje de WhatsApp, donde me informa que SALI POSITIVA A COVID-19. En ese momento me quebré, empecé a llorar amargamente y les mandé un mensaje grupal a mi familia informándoles el resultado. Pronto me llamaron para alentarme y reconfortarme, que iba a salir adelante y solo era una piedrita en nuestro camino.
Dudé unos minutos en llamarle a mis compañeros de trabajo: a Paquito, Lucita y Leo, con quienes convivía todos los días, pero me armé de valor. Le mandé mensaje a Paco Elizondo, quien estaba transmitiendo el noticiario y en los últimos tres minutos me marca, me echa porras y me dice: “vamos a entrar al aire y me da la palabra para decir por mi propia voz que soy POSITIVA. Empiezo a narrar lo que he vivido hasta ese momento. De inmediato a mi celular llegaban mensajes y llamadas para desearme pronta recuperación, mismos que estos 14 días han enviado muchísimos amigos y familiares que me aprecian y estiman y que gracias a ellos, me han hecho sentir arropada y querida. Me han mantenido ocupada, distraída y con aliento para salir adelante y seguir viviendo.
Viernes 24 de julio, 22:53 horas: ese día estuve inquieta, cada 15 o 20 minutos me media la oxigenación, terminaba de hacer la hora de bicicleta que me había marcado como meta diaria, me pongo el oximetro en el dedo índice de la mano derecha, marcaba 96, empieza a bajar hasta 88 y ahí se quedó, no subía ni bajaba, empece a sentirme angustiada, me faltaba el aire, nerviosa, tensa, me lo quite. Pasaron 5 minutos, me lo volví a colocar y ocurrió lo mismo, no sabía que hacer.
Estaba platicando por el chat con Willy mi primo y Sarita, mi sobrina, les comento lo que pasa, y empieza a bombardear con mensajes, recomendaciones de películas de Netflix, canciones de youtube y memes para distraer la tensión que cada momento era mayor.
Las risas que me provocaron acabaron con esos 10 minutos de angustia y desesperación.
Pasaron los días y llegó la fecha crucial para que mi familia no presentara síntomas, Bendito Dios ninguno contrajo el virus. Todos estamos más unidos y con muchas ganas de que todos esto pase para volvernos a abrazar y gritarnos lo felices y afortunados que somos por estar vivos, por seguir juntos y por estar todos.
Estos 14 días han sido de reflexión, han sido de meditación, reconciliación con viejos amigos, han sido de reencuentro conmigo misma. Días que me han permitido dejar cosas que me hacían daño y retomar cosas que había dejado en el olvido, días de valorar a la familia, días de valorar a los amigos, días de valorar lo que es la vida.
El encierro es una cosa muy triste nos separa de la gente que queremos nos separa del mundo que nos rodea. Nos arrebata momentos de vida. Leer, escribir, dibujar, trabajar mis notas para la radio, hacer bicicleta, contestar llamada y responder mensajes son las actividades que me mantuvieron siempre con las ganas de seguir viviendo, mantenerme positiva ante las circunstancias y lo que me ayudó a que el confinamiento fuera leve.
Agradezco a Vero y Gaby, mis hermanas que se la rifaron conmigo, con todas las medidas y con los mayores cuidados para atenderme y que no me faltara nada. Cada vez que pasaban por mi cuarto me gritaran “¿Cómo te sientes? Ya te oyes mejor. Ánimo ya faltan menos días”. “Diosito esta con nosotro siempre” arriesgando su salud para que yo estuviera mejor. Las flores, los chocolates, la miel, las conchas de chocolate y la gelatina alegraron mis momentos.
De verdad, espero que entendamos que no es un juego, que el virus existe y que está acabando con muchos de los nuestros, con muchas familias y con muchas personas que queremos y conocemos. No sabemos cuánto vaya a durar la pandemia y no sabemos cuántos más se vayan a ir, pero lo que sí sabemos es que nos podemos cuidar y que podemos seguir disfrutando de la vida que Dios nos dio.
Agradezco a mi Dios, a la Santisima Virgen María, a todos los santos y a las personas que estuvieron conmigo, a mis papás que están con bien, a mi hija, a mis hermanos, a mis amigos, agradezco a la vida por darme una segunda oportunidad de seguir en este mundo portando orgullosa el jersey tinto del Cruz Azul.