Por: Carlos Eduardo Torres Muñoz

Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones del primero de julio pasado con una inusitada mayoría, que, desde mi punto de vista, se puede explicar por dos elementos de ánimo (las democracias electorales son dominadas por el ánimo popular, no discutamos el punto): una decepción bien ganada por el régimen, que resultó transexenal, que parece haberse agotado y una esperanza, en no pocos casos, desesperada.

Es insalvable que la confianza sea correspondida con astucia y capacidad para gobernar. Las primeras señales del equipo que gobernará con el Presidente Electo, y las reacciones propias del mismo, no parecen hoy permitir esperar mucho. Empezando por los garrafales errores de comunicación (justo uno de los fuertes del equipo de López Obrador), la falta de pericia de su equipo, la incongruencia de no pocos acompañantes en el barco político llamado Morena, y terminando por la impericia de los Legisladores del presidente.

Uno de los primeros frentes que tendrá que abordar el próximo Jefe del Estado mexicano es lograr conformar, de ese archipiélago que hoy es Morena, un continente cuya sustancia sea una plataforma política que le permita convertirse en un partido político más allá de su actual dimensión sultánica (remítase a Juan Linz) y con ello evitar que las indisciplinas y autonomías relativas que hoy existen se conviertan en una piedra constante en el camino por la consolidación de una Presidencia fuerte (aspiración del Presidente López Obrador, pero también ingrediente necesario para el éxito de las políticas de todo gobierno, con sus limitantes democráticas y lejana en todo momento del autoritarismo).

El segundo reto que se ve es abandonar la idea de la oposición y entender la trascendencia de la posición actual que ocupa no solo López Obrador, sino la órbita de actores que gravitan en torno a él. Es así como podremos entender que una iniciativa, bien intencionada, con mucha racionalidad en todos los aspectos y popular, como fue la de reducir las comisiones que la Banca cobra a sus usuarios, haya pasado a convertirse en una idea de consecuencias innecesarias antes de su discusión y en todo caso, implementación aún cuando se trate de un ejercicio de autoridad (que no por ello debe, ni puede estar alejado al acto de deliberación -Quim Brugué).

El tercero será, sin duda, desprender al Presidente de su habitual concepción unidimensional de las decisiones públicas. Dotarse a sí mismo de una nueva idea de cómo interactúan los actores y no caer en una interesante reflexión de Fausto Zapata (ex secretario de prensa de Luis Echeverría, ex senador y operador de acuerdos de López Portillo, ex embajador y ex gobernador de San Luis Potosí), en referencia a la decisión de JLP de nacionalizar la banca: La teoría del complot (una tentación histórica para todos nuestros presidentes) resultaba conveniente porque velaba las incompetencias y simplificaba el entendimiento de hechos complejos. Gracias a esa tesis López Portillo no necesitaba enfrentarse a sí mismo ni entender parte de la responsabilidad que le correspondía. Solo tenía que identificar traidores. *

Si el Presidente y su equipo logran entender que la narrativa de la oposición ya no puede ser la suya y que la responsabilidad de los problemas que durante dos décadas denunciaron es ya suya, que los mexicanos están hartos de salidas simples y clichés, pues ya no les alcanzan para paliar sus necesidades, habrán dado un primer paso en el rumbo correcto: hacer de la oportunidad encanto y no decepción.

 

@CarlosETorres_